Clásicos de Oro: Pink Floyd - A Saucerful of Secrets
Syd Barrett was out, David Gilmour was in, and Pink Floyd's second record may be the best music ever made by a band obviously going through an identity crisis. The flashy, noisy London psychedelia of Piper is largely out the window, and Syd only appears on the heart-wrenching Jugband Blues (where he effectively bids his farewell). Left to their own devices, Waters, Wright, Gilmour, and Mason steer towards dark, eerie soundscapes that foreshadow their '70s commercial breakthroughs (though they'd spend a few years deconstructing their sound and experimenting before they fell into that groove). The result is absolutely brilliant, if slightly disjointed - Waters's kazoo-driven Corporal Clegg is an odd inclusion amid grandiose, textural space rock epics, but nothing on here is weak. Let There Be More Light, Remember a Day, Set the Controls for the Heart of the Sun, and the title track are masterpieces that feel more focused than anything on Piper, and the newly leaderless band's attempts at Barrett's sound conjure some of the atmospheric wonder of their legendary early live performances. Pink Floyd wouldn't truly hit their stride as one of the greatest bands ever until Meddle in 1971, but A Saucerful of Secrets is a wonderful transitional work, and it's likely more realized than anything from the experimental period that would follow it.
With this LP in your collection you don't need drugs. It creates (in my vision) the atmosphere and importance of drugs upon the late '60s. It's a great album that you can live into and flow away into an imaginative world with "lucy's in the skies". I like the evolution in Pink Floyd's music on this record, from psychedelic & Syd Barrett to progressive & Waters/Gilmour era. Of course most of the progressive stuff evolved later, which took a while and few lesser records along the way, this record mostly builds on Syd's vision. A wonderful piece of art.
A Saucerful of Secrets: El Disco en el Umbral del Infinito
Hay discos que no se hacen, se manifiestan. Aparecen como portales en la niebla, como si hubieran sido grabados en la frontera misma de la razón. A Saucerful of Secrets, segundo álbum de Pink Floyd, no fue compuesto: fue invocado. Y en su interior, habita un eco cósmico, una transición espectral entre dos dimensiones: la de Syd Barrett y la del resto del universo.
Corría 1968 y el cuarteto más ácido de Londres se tambaleaba. Syd, el alquimista del sonido, el poeta de lo etéreo, empezaba a disolverse en su propia alquimia. Su mente —pulsar errático— se alejaba cada vez más del planeta Tierra. La banda intentaba retenerlo, como quien sujeta un cometa con las manos desnudas. Pero el delirio no conoce de afinaciones ni compases. Así, mientras Syd se desvanecía en un torbellino de fantasmas y luces estroboscópicas, David Gilmour entraba al plató galáctico. Este es el único álbum donde conviven los cinco miembros. Una alineación efímera, como una constelación que solo se ve una vez cada milenio. El resultado: una obra de tránsito, un encantamiento sonoro entre lo conocido y lo que aún no tenía nombre.
A Saucerful of Secrets no intenta reemplazar a Syd. No puede. Lo que hace es lo más honesto que una banda herida podría hacer: llenar el espacio vacío con reverberaciones, con delay, con ruidos que parecen provenir de otra galaxia. Aquí no hay himnos, hay señales. No hay canciones, hay transmisiones. El álbum se alza como el propulsor de un nuevo continente musical: el space rock. Ese género no nacido de una escena, sino de una sensación: la de flotar sin rumbo en la vastedad. Canciones como "Set the Controls for the Heart of the Sun" no se tocan, se pilotan. La batería de Mason no lleva un ritmo, marca órbitas. La voz de Waters se convierte en murmullo ritual. Y Gilmour, aún novato, deja sus primeras pisadas lunares, con una guitarra que ya empezaba a oler a eternidad.
Pero A Saucerful of Secrets también es un disco que llora. Que trata de juntar las piezas de una psique rota. La suite homónima —una colisión de ruido, armonía y silencio— es como observar la mente de Syd desde dentro. Cada sección parece un intento de reconstrucción, un rompecabezas cuya última pieza se ha evaporado. Es un lamento eléctrico, un réquiem para un genio ausente. Este disco es un eslabón: entre la locura y la lógica, entre el ácido y la gravedad. Entre The Piper at the Gates of Dawn y las epopeyas sonoras que vendrían después. Es un álbum que respira entre dos mundos: el de los sueños rotos y el de las visiones por nacer. En su extrañeza, se consagra como uno de los más valientes de la historia de la banda. Y si escuchas con cuidado, aún puedes oírlo: a Syd, flotando en el fondo de la mezcla, como un fantasma amable que no se resigna a irse del todo.
Contexto histórico: El Nacimiento de una Constelación Sonora
1968 no fue un año cualquiera. Mientras el mundo se agitaba entre protestas, flores, y pólvora, en Londres algo también se estaba rompiendo —o más bien, transformando. Pink Floyd, tras el fulgurante debut de The Piper at the Gates of Dawn, se encontraba flotando en un limbo. Syd Barrett, líder, guitarrista, compositor principal y mente maestra, estaba cada vez más ausente. La presión, los ácidos, las giras, la fragilidad de su mundo interior… Todo se estaba desmoronando.
Durante las primeras sesiones de grabación de A Saucerful of Secrets, el caos era palpable. Syd podía pasar horas mirando fijamente una cuerda de guitarra sin tocar una sola nota. Otras veces llegaba con ideas imposibles de traducir al lenguaje humano, como esa vez que propuso grabar una canción con una guitarra untada en mantequilla de maní para ver qué sonido hacía al derretirse bajo el calor de los amplificadores. Mientras el resto de la banda trataba de mantener la nave en curso, se tomó una decisión crucial: invitar a David Gilmour, viejo amigo de Syd, para que lo reforzara... o reemplazara, según cómo se diera la cosa. Durante algunas semanas, hubo cinco miembros en la banda. Fue una danza incómoda, como compartir escenario con un fantasma que aún respira.
En términos técnicos, A Saucerful of Secrets fue un experimento constante. La producción estuvo a cargo de Norman Smith, aunque más de una vez se dice que él mismo quedó desconcertado por lo que la banda pretendía. ¿Cómo producir algo que parecía no tener forma, ni pies ni cabeza, y que de pronto explotaba en belleza cósmica?
La canción “Jugband Blues” es el canto de cisne de Syd Barrett, y también su confesión más cruda. Grabada casi como una nota de despedida, con un pequeño conjunto de metales tocando una melodía libre —Syd pidió que improvisaran sin ninguna indicación— la canción parece despedirse del mundo desde un rincón triste y en technicolor. Pero no todo fue oscuridad: de ese caos nació un lenguaje nuevo. "Set the Controls for the Heart of the Sun", por ejemplo, tiene la particularidad de ser el único tema de la discografía donde aparecen tanto Syd como Gilmour, aunque en distintas capas. El uno desvaneciéndose, el otro emergiendo. Como el día y la noche fundiéndose en un eclipse sonoro. El arte de tapa del disco fue otra joya: collage psicodélico hecho por el colectivo Hipgnosis, donde lo abstracto y lo astral convivían con símbolos misteriosos. Era el envoltorio perfecto para un álbum que no quería explicarse, sino sentirse. Porque A Saucerful of Secrets no solo fue un disco grabado en medio de la confusión. Fue un acto de fe. Una forma de seguir creando música cuando el alma creativa del grupo parecía haber abandonado la nave. Es, en muchos sentidos, un álbum sobre cómo seguir cuando el faro que guiaba todo se apaga de pronto. Un álbum que camina en la cuerda floja entre la cordura y la alineación, entre la pena y la visión. Un álbum que suena como suena el duelo… y como suena el renacimiento.
Impresión personal: Una fuente galáctica de sonidos (y un adiós que aún resuena)
Tal vez se ha dicho poco, o tal vez se ha dicho mal: A Saucerful of Secrets es un disco que merece más amor del que recibió. ¿Subestimado? Puede ser. ¿Relleno? También. Pero si uno afina el oído —y el alma— se da cuenta de que estamos ante una obra de transición. Una estación intermedia entre el derrumbe y el despegue. El eco de un Syd Barrett que se va desvaneciendo y la primera luz tenue de un David Gilmour que empieza a brillar. Este es, ni más ni menos, el único álbum de Pink Floyd donde están los cinco: un instante frágil e irrepetible en la historia del grupo.
Compuesto en parte por temas sobrantes del álbum anterior, rarezas de sesiones dispersas y experimentos sin brújula clara, A Saucerful of Secrets podría parecer, a primera escucha, un collage errático. Pero si uno se sumerge con paciencia —como quien bucea en aguas turbias en busca de perlas— aparece otra lectura: la de un disco revolucionario, uno de los primeros en poner las piedras fundacionales de lo que más tarde llamaríamos rock progresivo, y más específicamente, space rock. Esa etiqueta que flotaría sobre tantas bandas setenteras, aquí encuentra uno de sus nacimientos más genuinos. Este álbum, más que ningún otro, trata de llenar un espacio vacío. El hueco inmenso que dejó Syd. No solo como compositor o guitarrista, sino como energía fundacional. Y es en esa tentativa por llenar lo inasible que el disco encuentra su extraña belleza. Aquí no hay certeza, hay búsqueda. Es un álbum que intenta inventarse un “sonido madre”. Y por momentos lo encuentra, aunque sea a trompicones, entre despegues sónicos, atmósferas flotantes y desórdenes que parecen más emocionales que musicales.
Sé que suena trágico y hasta grotesco, pero el disco se mueve entre la cordura y la alineación, como si los fantasmas entraran y salieran del estudio entre toma y toma. Hay algo de duelo, de exorcismo, y también de renacimiento. Es un álbum irregular, sí. Denso. Cargado de esa lisergia deliciosa que solo podía florecer a fines de los 60’s. Pero también es una pieza necesaria. Un eslabón. Una estación cósmica en la ruta Floydiana. A mí me gusta demasiado. Lo he escuchado en silencio absoluto, con los cinco sentidos puestos, y también “elevado”, flotando entre colores y nebulosas interiores. Ambas experiencias fueron distintas, pero igual de intensas. Porque este álbum tiene eso: no se escucha, se siente. Y cada sesión es distinta, como si el disco mutara según el estado del oyente.
Así que dejo esta obra a su santo agrado, como se deja una piedra lunar en el centro de un ritual. No es un disco nuevo para nadie, pero sí uno que vale la pena volver a descubrir. Enhorabuena para aquellos que lo escucharán por primera vez. Y para los que regresan… abran bien las compuertas. Suerte. Hasta más vernos.
Mini-datos:
*El álbum incluiría otra canción de Barrett, "Vegetable Man", que más tarde fue dejada afuera, debido a su crudeza y el hecho de que fuese una especie de descripción de el estado de Barrett.
*El LP se editó en versiones monoaural y estereofónica simultáneamente, en 1968. La mezcla estereofónica en disco compacto fue editada en 1987, y una edición remasterizada digitalmente, fue lanzada en 1992 como parte del box set Shine On; luego en 1994, fue editado fuera del set Shine On en Reino Unido, y en 1995 en Estados Unidos. La versión monoaural no ha sido editada oficialmente en disco compacto, aunque se consigue en ediciones RoIO.
*"Remember A Day", fue grabado para "The Piper At The Gates Of Dawn", pero se decidió dejarlo para un segundo disco ya que no concordaba mucho con los otros temas.
*Jugband Blues", la única canción de Barrett, que a diferencia de composiciones anteriores de él es una canción triste, en la que habla entre otras cosas de sus días contados en la banda.
*Barrett participó en las sesiones de grabación hasta que su estado mental se lo permitió, dejó la banda a principios de marzo de 1968.
01. Let there be more light
02. Remember a day
03. Set the controls for the
heart of the sun
04. Corporal Clegg
05. A saucerful of secrets
06. See-saw
07. Jugband blues
CODIGO: @
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